lunes, 18 de agosto de 2008

El mendigo.

Eran eso de las nueve y media, me subí al último vagón de metro en una o dos estaciones antes o después de la estación Viveros, y entonces lo vi. En el vagón estábamos cuatro gentes y él, todos estaban sentados al frente, y yo, a dos lugares de él. El vagón a pesar de sus enormes dimensiones –que de repente suelen ser chicas– y con todas sus ventanas abiertas se veía inundado de un hediondo olor a pies. Cuando le puse atención, realmente atención, lo miré y vi cada hendidura de su rostro, cada cabello desaliñado de la barba, cada mancha de mugre y su pie desnudo con esas uñas amarillentas y largas.
Él estaba vestido con pantalones estilo queso gruyere, tenía pegado a todas su prendas un vivo recuerdo del polvo de todos aquello lugares donde había dormido, al menos últimamente; una playera que en sus mejores épocas fue tan roja como los labios de mi novia pero ahora sólo se podían comparar con el frío que pasaba en mis noches de campamento, cuando la fogata se transformaba en rescoldos que se iban ennegreciendo cuando se acababa la leña; el suéter debió haber sido un pedazo del firmamento nocturno pero hoy, ni la noche más rota y obscura, podría semejarse con esos hoyos que lo cubrían de frío.
El vagón avanzaba mientras él, tal vez delirante de hambre, reparaba su bota, más desaliñada que su barba, y le platicaba. Yo siempre supuse que ambos se contaban chistes pues él reía.
El vagón bajaba su velocidad, lo que obviamente me indicó que se aproximaba una estación, me di la vuelta y di un paso para situarme en frente de la puerta, al igual que los otros que estaban adelante. Él se dio prisa y trató de ponerle el cordón a su zapato para lograr ponérselo a tiempo y lograr bajar en la siguiente estación. El vagón se detuvo por completo en medio de la nada por un muy breve momento que pareció largo, él nos miró a todos y esbozó una sonrisa que yo interpreté como “ilusos, perdedores”. Seguía pasando el cordón por uno y otro hoyo procurando no equivocarse. El vagón inició su marcha y se detuvo en la estación. Bajé, pero no lo vi bajar, él seguía intentando ponerse el zapato a prisa. No lo consiguió. En el paroxismo que me causó ver toda esa escena: el metro alejándose y él aún abordo; pensé que a un mendigo con tanta personalidad como ése no le debía importar si bajaba en la estación que viene, o en la que viene, o en la que viene, o en la que viene, o no bajar.
Justo cuando el metro arrancó de la estación Viveros se logró poner su zapato, se levantó tranquilo y fue al centro del vagón, estaba mirando la puerta que no abría, miraba las ráfagas de luces que pasaban como flechas frente a él en el túnel obscuro. Se abrió la bragueta y comenzó a orinar, quitado de toda vergüenza, mirando, los nimios instantes de segundo, a la gente, niños, niñas, hombres, mujeres, viejos, mendigos igual que él, que pasaban en el tren vecino. Terminó de orinar. Vio las luces de la próxima estación. Se subió la bragueta. Hizo el mismo movimiento que yo hice una estación atrás para situarse en frente de la puerta. Todo se paró, se abrieron las puertas y bajó del vagón mientras sentía la mirada de dos mujeres recatadas y ancianas que lo vituperaron cuando entraron, por la misma puerta que él salía.
Subió a la superficie, se dirigió a una esquina y sacó una tarjeta de teléfonos, descolgó, marco ocho dígitos: un timbre, dos timbres –sitio de taxis– contestó otra voz al final de la línea. La noche se comenzaba a inundar de gotas perdidas en el aire. –Necesito un taxi, me han robado y tirado en un bosque por el Ajusco, llegué como pude, les pago en cuanto llegue... doy buena propina y vivo hasta Anzures- Contestó la otra voz. –No se preocupe, en seguida vamos por usted ¿Nos da la dirección?–.
No tardó mucho en llegar el taxi, dudó un poco al verlo. El taxista pensó “Éste tiene cara de que me va a asaltar”. Siguió de frente y le dio la vuelta a la manzana mientras pedía indicaciones por radio del cliente. No había duda, era él.
La lluvia comenzaba a hacer más cruel su descenso justo cuando abordó el taxi. –Hengels 48. Rápido, por favor–.
El taxista esperó un poco en ese edificio dudando que apareciera de nuevo. Apareció con cambio justo y con algo más del precio de la tarifa de propina – Buenas noches.-
Él subió a su apartamento y preparó todo para el gran día. Sus padres vivían en París, la tierra que le fue prometida cuando acabara sus estudios universitarios, creyendo que el dinero que le mandaban para colegiatura, la más cara de México; renta, gastos personales y servidumbre, una chica para los fines mencionados; sin saber que el único gasto que se empleaba correctamente era el de la empleada doméstica, quizá mejor pagado de lo debido.
La empleada doméstica le preparó la cena. Cenó con él. Terminando fue a revisar que su equipaje estuviera listo, los boletos de camión y su cuchillo, él nunca viajaba sin su cuchillo. Pasó las cosas a un lado de la cama. Se desnudó. Llamó a la empleada quien llegó ya desnuda y ambos tuvieron sexo de una manera desenfrenada, no habitual, pervertida y casi no natural. Al final, ya los dos, él salpicado de la pulcritud de ella y ella, embarrada del néctar salido de las costras de mugre de él; hablaron del viaje:-¿Ya la convenciste?– Dijo la chica.
-Si, fue muy fácil.
-Cómo me encabronan las fáciles... ¿A qué hora salen mañana?
-A las diez y media.
-¿Qué playa es?
-Río Grande.
-Qué bueno, ya sólo nos falta por terminar de recorrer Oaxaca y Chiapas para acabar de conocer todo el pacífico.
Sonrió el chico y asintió con la cabeza. Continuó hablando la empleada: -Procura matarla el miércoles, así el jueves que llegue todavía está fresca.
-Bueno, pero sólo si lo hacemos otra vez hoy ¿de acuerdo?
-Bueno.
-¿Y ya tienes visto quien va a ser la próxima?
-Sí, una chica que acaba de huir de casa, me la encontré por Cuautitlán, al norte de la ciudad.
-El jueves me pasas los datos, así para el viernes que llegue la comienzo a trabajar.
Se hizo un gran silencio pues empezaban con su rito sexual y ella le dijo al final del silencio:
-Si la matas antes conserva los pezones, aunque se en hielo ¿hecho?
-Hecho.
-¡Ay! ¿Qué dirían tus papis franceses de su querido closhard.

Eran eso de las nueve y media, me subí al último camión que se dirigía al estado de México. Me dirigía a Cuautitlán, En el camión íbamos cuatro gentes y él...


FIN.


Francisco Puente